Vida de un escritor
Mi
carrera literaria es como la de tantos otros. Durante largo tiempo
escribí aquí y allá; en los blocs del colegio, en los márgenes de los libros,
en cuartillas de tela, en las paredes... Luego las cartas a las novias... Más
tarde, sesudas disquisiciones sobre el sentido de la existencia (sobre todo
cuando alguna novia se iba con otro) y no menos retóricas consideraciones
acerca del devenir de los asuntos en general, en especial los susceptibles de
arreglar el mundo. ¿Quién no ha recorrido ese camino hacia el oficio literario?
Todos somos escritores.
Tiza,
pluma, bolígrafo, vulgar resto de lápiz, anciano ordenador que me miras desde
la vitrina de los recuerdos (era un 286)... Tales fueron las herramientas, y la
abundancia de café, alcohol y otras hierbas y esas chicas a las que llamamos inspiración.
Al
fin, cuando pasan los años y retorna la soledad, esa soledad que nos abandonó
durante la juventud, un buen día te ves reflejado en un escaparate y piensas,
podría escribir algo... ¡Sí!, podría escribir algo en serio...
Yo me
puse a la tarea a mediados de los años noventa del pasado siglo, y lo primero
que parí, tras un año de ímprobos esfuerzos, frecuentes tientos a las
sustancias que cité e innumerables vueltas adelante y atrás, fue un refrito de
cosas anteriores (algunas muy anteriores) al que endosé el circunstancial
nombre de Viaje al verano.
Tenía
240 páginas, que entonces me parecieron muchísimas, y contaba (y sigue
contando) la historia de una noche de San Juan. ¡Qué orgulloso estaba yo de mi
libro!, y durante mucho tiempo mi principal preocupación fue que no se borrara
debido a algún accidente inverosímil.
Tras
un intento fallido de repetir la operación (es decir, organizar un nuevo
refrito con las sobras), me dije, ¿y ahora qué? Se han ido tus amigos,
Mariquita, el tío Pepe, Emilio el pasta, los piratas de las gafas de sol...
Todos se fueron, allá se quedaron, en las páginas de un libro que se cerró: es
preciso abrir otro.
Mi
segunda novela (según una idea feliz que tuve uno de aquellos días en que no
sabía escribir novelas) iba a tratar de la sicodélica odisea de un astronauta
que se queda colgado en una órbita solar, no más de 200 páginas, y a ello me
puse con todo ahínco, tarea que me entretuvo algo más de dos años. Al final
tenía 900, y el astronauta sólo aparecía hacia la mitad y como un personaje
secundario. Eduguá, la negra y el cachalote, inconfundibles seres de una fábula
moderna y larguísima, coparon todo el espacio dedicado a expresarme, y todos lo
hicieron en primera persona...
Con
la tercera me volvió a suceder lo mismo (¡qué tiempos aquellos!), y es que una
vez que hubimos sobrepasado el siglo y el milenio, una vez que hube acabado la
redacción de aquel cuento ingente al que llamé Europa barroca,
de
nuevo me dije, y ahora, ¿qué?
Entonces
nació Crucita y yo, lo que había de ser una novela costumbrista,
galdosiana (por decirlo así), una novela cruda y muy actual. Aparecía una chica
que desde el mismo limo de los años sesenta conseguía asentarse en este
planeta, y en sus mejores esferas... Baldío intento, como los anteriores. El
resultado fue un monumental relato de 700 páginas, que, eso sí, conservó (y
sigue conservando) el mismo título. Lo partí en dos, y de allí nacieron La
efímera vida de Nastasia, polifacética muchacha de la Ínsula Barataria que
murió joven y Crucita y yo.
¡Pues
no hemos dicho nada...! Estamos hablando de 1800 páginas de texto, a razón de
350 (por término medio) palabras por página. En definitiva, una locura.
Aquello
lo acabé mediado el 2003 (tengo motivos para recordarlo), pero antes de
llevarlo a término ya sabía cómo iba a continuar mi existencia: con la
narración de la vida de un personaje tan peculiar como Juan Evangelista, niño
diablo, hijo del cometa y lobo solitario. Desde entonces..., aquí me tienen
ustedes, intentado dar fin a la inacabable vida de este personaje, que vivió
alguno más de trescientos años...
Pero
no se den por vencidos, pues mientras Juan Evangelista campa a sus anchas por
la superficie del Universo Mundo (que él dice, puesto que las novelas nunca se
escriben de un tirón), aún he tenido tiempo para concluir los Animales y
otros fenómenos eléctricos, aquella narración que intenté infructuosamente
llevar a buen puerto tras el Viaje al verano y tuve que dejar bailando
debido a mis limitaciones. ¡Cinco o seis años después!
Pero
eso tampoco es todo, ni mucho menos. ¿Quieren ustedes creer que en el verano de
2005, debido a la colisión con una nube de cervezas y otras sustancias, parí lo
que al final iba a conocerse como Las estaciones? Pues créanselo, y si
no, peor para quien esto lee.
...
Aquí
me tienen. Nos contempla Juan Evangelista y sus trescientos años (Edad de
las tinieblas, Siglo de las luces y lo que está por llegar, que
no será parvo) pidiendo paso. También Hannah la marciana y los
mutantes de Cita en la llanura descontentos de su suerte, y yo mismo
–o mi otro yo–, que me grita, ¡la labor comercial, la labor comercial...!
...
Nunca
oí tanta música...
(ni
mejor música, a lo que muchos contribuyeron, aunque citaré tan sólo al gran
amigo de todas las personas, Johann Sebastian Bach)
...
como durante los años que ha durado esta etapa de escritor, y a ello estoy
agradecido. La cabeza se estructura de una forma que nunca podríais imaginar.
Deberíais hacer la prueba alguna vez, aunque, eso sí, hay que ser muy constante
y perseverante. Es media vida, o una vida entera.
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Lo
que antecede fue escrito en 2006, es decir, hace diez años, y después ha
llovido mucho. En el artículo anterior no se habla siquiera de Dios conmigo,
la novela con la que me he estrenado en esto del comercio por ondas
electromagnéticas, ni de otros libros que en este tiempo me he sacado de la
manga..., pero todo se andará.
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