miércoles, 11 de noviembre de 2015

El bisabuelo de Camargo Rain conoció a John Fante en el cortijo La Albina



John Fante

Un rápido vistazo a la wikipedia nos basta para enterarnos de que John Fante nació y murió en los Estados Unidos. Nada más lejos de la realidad. También se nos dice que murió sin conocer la fama que años más tarde le sobrevino, lo cual es verdad; y que fue Charles Bukowski, el padre del «realismo sucio», quien lo encumbró a ese reconocimiento póstumo (también exacto). Sin embargo, dos verdades no pueden ocultar una mentira.
Es conocido por poquísima gente que John Fante era hijo de unos gitanos canasteros que se buscaban la vida en la provincia de Sevilla; en La Puebla, por más señas. El escritor español José Mas, allá por el año 1930, noveló un suceso que tuvo lugar algún tiempo atrás (en 1909, año en que nace Fante), una noche estrellada y fría del mes de diciembre, cuando el bebé John Fante rondaba los dos (¿o eran tres?) meses de vida.
Así lo relata José Mas en Luna y sol de marisma:



UNA NOCHE DE DICIEMBRE EN LA MARISMA...

¿Qué podría ser aquello? ¿Una estepa, un desierto, una landa, un yermo, una llanura, un páramo, una planicie o un arenal? La tierra rasa, convertida en una inmensa circunferencia, se confundía con la bóveda de un cielo violeta y purísimo. No había luna, pero las estrellas fulgían tan nítidamente sobre la curva escarolada del espacio, que una claridad suave hacía menos tenebroso el camino de aquellas dos sombras humanas, perdidas en la noche.
–¡No vamos bien, Guadalupe, no vamos bien! ¡Este mardito campo de las marismas, se me resiste siempre! ¡Y pensar que podíamos haber yegao a La Puebla a boca de ponerse el so!
–¡Qué hemos de jacerle, Grabié! ¡Resirnación! Más pasó Nuestro Señó Jesucristo cuando lo vendió Júas. Clava las estacas y arma el chozo, que la vereíta a ca paso se vuerve más blanda y más enguachasná.
–¿Y er churumbé, no pasará frío?
–No tengas cudiao, que va contra mi pecho, y ya sabes que mientras me quee vía tengo yo caló pa el hijo de mis entrañas.
–Sigamos un poco,  a ve si rastreamos siquiera la lu de un caserío.
En silencio ya, continuaron la marcha estas dos sombras. A veces, los pies chapoteaban en los charcos. Hojas aceradas parecían de lejos los regajos y los lapachares del terreno pantanoso. Monorrítmicamente se oía el croar de los batracios. Y en el inmenso tablero redondo de la nava misteriosa no se distinguía ni un álamo, ni una chumbera, ni un acebuche, ni una pita, ni un eucalipto, ni una encina, ni un aliso. Mujer y hombre, desorientados por completo, íbanse internando en la marisma. Lo demostraba que a cada paso de avance veían en mayor profusión lucios y albinas.
–Sigue por esa veta y no la dejes, que es el único terreno alto.
 –Yo no pueo más, Grabié; los pies se me quean clavaos en la pergeña como si hubiera resina.
–¡Mardito barro marismeño! Pero ¿es que vamos a tené que acampá aquí como los patos, Guadalupe?
Mientras la hembra apretaba convulsa contra su pecho a un niño de pañales que llevaba en los brazos, el hombre, encorvado por el peso de un lío de ropas y de unos palos, es decir, con los bártulos del hogar a cuestas, seguía la marcha; pero a cada instante con más lentitud.
–Vamos a esperá a que yegue er día, Grabié; mira que estamos perdíos en este laberinto.
–¡Ties razón, Guadalupe, ties razón! Hay que pararse, pero deja que sigamos entoavía una mijiya. Tengamos pacencia, y aguardemos un peaso de terreniyo más alto, un toruño pa podé pasa la noche en seco. Mira que aquí corremos el peligro de convertirnos en arbures.
Sonrió la mujer; a pesar de las penalidades sufridas, divertíase con las frases de su hombre. Al gitano no se le iba nunca el buen humor. Era la única riqueza de que disponían en aquella vida andariega y llevada con resignación apostólica desde hacía muchos años. La mujer dedicábase a confeccionar canastas con los mimbres que podían atrapar en las márgenes del Guadalquivir. Y así iban siempre de pueblo en pueblo, de aldeílla en aldeílla y de cortijo en cortijo. Ella era joven, de canela la carne y de ojos negros. El no había pasado de los treinta años, y era ojizarco y con la piel bronceada de tan oscura y brillante. El niño, que no había sido aún inscrito en ningún Registro Civil ni bautizado en ninguna parroquia, cumplía aquella noche de diciembre dos meses. Y, como a Cristo, su madre le trajo al mundo en un establo, y fue su primer lecho un pesebre. Y para que el parecido bíblico se completara, en la cuadra de aquel rancho marismeño había además una mula y un buey. Pero la mula, coja y sarnosa, y el buey, viejo y ciego. ¡Una desdicha! Ahora dirigíanse a La Puebla para pasar una semana de descanso y comerse alegremente los cuartos que habían ahorrado durante su última correría por los caseríos ribereños. Engañados por la artesa celada que les había tendido la noche, en vez de tomar el camino del burgo, íbanse internando en las tierras más bajas. La luna, aterida, fría, un poco verdosa, como la penca oval de una chumbera, asomó, al fin, sobre la pelusa morada del espacio, e iluminó el paisaje. Todo se llenó entonces de matices espectrales. Sudarios eran las albinas y los lucios. Pupilas vacías, como cuencas trágicas, los regajos y lapachares. Fantásticas guadañas los esteros, los canales y los vados. Cadáveres negros e hinchadísimos los toruños. Un panorama desolado, tétrico, fúnebre, que traía a la imaginación, atormentada por tenebrosos pensamientos, la angustiosa perspectiva de las regiones árticas. Hacía, además, frío, mucho frío, en esta madrugada del mes de diciembre. Habíase desvanecido la Andalucía tibia, dulce y deliciosa como un fruto en sazón. La visión era agria, dura, gris, norteña en suma. Lo meridional desaparecía entre los velos blancos de la noche y el acero empañado y mortecino del agua cenagosa. Lejano y muy débil, como enfermo, y arropado en el viento salobre que se extendía silencioso por la llanura inexorable, se oía de vez en cuando el bramido de un toro.
–Tuviera gracia que sin darnos cuenta nos hubiésemos metío en un cerrao.
–No me seas agorera, Guadalupe. Ondivé sabe que hoy no es marte ni trece. Adema ese mugío viene de muy lejos. Es er mardito viento, que sumba y nos trae er berrío en las oleás.
–Así sea, para bien de toos.
–Fíjate, Guadalupe. Por aquí no se ven ni carcagüesos.
La mujer, ya menos intranquila, continuó de nuevo su marcha detrás del hombre, que se tambaleaba como un borracho, por el peso de su carga y por el barro, blando y pegajoso, que se adhería a sus pies.
Aún intentó el gitano, con sus ojos despiertos, de nómada, penetrar en el misterio de las sombras. Inútil porfía. La tierra, rasa, húmeda, cortada a trechos por los cuchillos y las hoces del agua cenagosa, seguía extendiéndose a su vista hasta un horizonte insospechado, pues confundíase allá lejos en una línea morada.
–¡Mira, mira, ahí, en ese repechiyo, podemo levanta er chozo! –advirtió de súbito la hembra ante el inesperado encuentro, y gozosa añadió:
–¿Ves?, ni se junden los pies ni se pegan las alpargatas. Hay que descansar aquí. Ni tú ni yo podemos aguantá esta vía crucis. Estamos ya estronchaítos, Grabié, estronchaítos. Hagamos alto ahí y que la Divina Providencia tenga piedá de nosotros.
Avizoraron bien los sacáis de la gitana canastera. El terreno aupábase ahora hasta formar una especie de minúsculo alcor en la planicie infinita, embarnizada por unos lados, encharcada por otros, y a veces con manchones de una rara estructura, donde formábanse ondas que a la luz de la luna se rizaban, como las de un lago o de una ría.
El viento, a medida que avanzaba la noche, era más frío y más cortante. Alguna vez habrían de tener razón, las mujeres. Y el gitano echó a tierra su carga, y se dispuso a levantar el frágil cobijo en la colinilla leve y diminuta.
–En seco vamos a está, Grabié; pero esto es tan chico que parece un embuste.
–No te quejes, Guadalupe. Aquí, por lo pronto, no nos yegará la humedá adonde tú sabes, ni chapalearemos esmorecios. Argo es argo. Y Dios aprieta, pero no ajoga.
Aparte de aquel monótono y obsesionante croar, el silencio en la llanura desmantelada e inhóspita era completo. Había cesado también aquel bramido lejano del toro, rey de los campos marismeños, y no se oía ni el vuelo de un murciélago. Ahora, a pausas cortas, venía de no se sabe dónde el lamento tétrico v fúnebre de las lechuzas, de las zumallas y de las cornejas.
Tal vez no estuviesen muy distanciados del caserío de algún cortijo; pero no se veía ninguna luz que sirviese de brújula. Y en estas condiciones, continuar la marcha era una imprudencia.
Mientras la gitana sentábase en el suelo para dar más descansadamente el pecho a la criaturita, el hombre clavaba con fuerza dos estacas en la blandura de la tierra, no seca del todo, a pesar de su elevación de la rasante de la estepa marismeña, y se disponía a cubrir estos palos con una arpillera de grandes dimensiones que servíales de toldo cuando tenían que detenerse como ahora, sin ningún abrigadero natural para defenderse del sol, de la lluvia y del frío.
En esta circunferencia colosal de la vasta llanura, el tenderete levantado sobre el montículo era corno una arruguita o como un pellizco hecho misteriosamente en la tierra por una mano oculta. La burda tela que servía de toldo sobre los palos hincados en el suelo, en la amplitud majestuosa del páramo, sugería la imagen de una banderita plegada, y colocada allí como señal y demanda de auxilio de unos fantásticos exploradores.
Dentro de aquella especie de cubilete, tosco y frágil, tendieron una manta. La hembra, ya más tranquila, y creyéndose segura en aquel cobijo, sacó sin cuidado del leve juboncillo uno de sus pechos, de afresado pezón, y el nene pudo entonces mamar a sus anchas. Después lo fue arrullando para que se durmiese. El gitano se tendió al lado de su compañera, y, rendido de cansancio, cerró los ojos. 

***

Camargo Rain conoció a John Fante en el cortijo La Albina
A media noche, la mujer se despertó sobresaltada. ¿Qué ocurría? Alguien zarandeaba con fuerza el tenderete. Un ruido algo extraño, porque parecía como si intentasen torcer las estacas empotradas en el suelo. 
–¡Grabié, Grabié, espabílate! ¡Mira que la casa se nos viene abajo!
Todavía enredado en las mallas del sueño, el hombre replicó burlón y sin incorporarse:
–Guadalupe, hija mía; deja que se nos caiga el palacio. Yo creo que pocos chichones nos pueden jasé los tabiques.
–¡Levántate, hombre, levántate! ¡Mira que arguien hurga en los postes!
El gitano entonces irguió medio cuerpo, y sentado ahora prestó oídos. Sí que era raro aquello. Se bamboleaba el toldo, sin la menor ráfaga de viento, y además sentíase como si una persona se entretuviese en frotar con fuerza un papel de lija en una de las estacas.
–¡Por tus muertos, caya, Guadalupe, que por una rendija de la arpillera voy a ve lo que pasa! 
Silencioso el hombre, arrastrose por el suelo del mísero refugio hacia la parte donde se oía con más intensidad aquel ruido. Tembloroso, pegó el rostro en la tierra, y levemente, como si tirase de un papel fino o de una gasa sutil, levantó un pico de la arpillera. ¡No pudo ahogar la exclamación de angustia y de espanto!
–¡Dios mío, Dios mío!
Y de pronto cesó aquel chirrido de sierra, y luego, como un alud, corno un vendaval, que lanzó a los aires todo lo que había dentro de aquella rústica tienda de campaña. Ayes de dolor, gritos pavorosos. Luego, en la llanura se recortó como la silueta de un monstruo que huía chapoteando en los cenagales. Y, por último, un silencio hondo, grave, agobiador, bajo esta paz que, por irónico contraste, descendía del cielo y extendíase nuevamente sobre el yermo, enigmático e inacabable.

* * *

Juan, uno de los vaqueros del cortijo salió a ver qué pasaba al oír unos bramidos que no eran normales. Una vez asegurado el terreno libre de toros bravos, se apeó de la jaca y colocó las tornapuntas en los dos huecos de la valla. Ya sin aquel terrible enemigo que pudiera cortarle la salida, montó de nuevo en la torda y dirigiose al sitio misterioso donde la tierra formaba una pequeña plataforma. Quedó horrorizado. Entre unas estacas clavadas en el barro y unas arpilleras completamente convertidas en jirones, vio dos cuerpos –una mujer y un hombre– acribillados a cornadas. Tembloroso descendió del caballo, y venciendo el espanto que le producían los ojos abiertos de las víctimas, se acercó a ellas. Inútil todo ya. Aquellos cuerpos estaban fríos, casi agarrotados. Y las carnes morenas eran un amasijo de tejidos celulares y de huesos quebrantados. Aún el sol no había empezado a rodar sobre la estepa andaluza, pero el espacio se cubría poco a poco de gasas rosadas y azulinas. E inesperadamente, en el silencio del alba que nacía, comenzó a extenderse el lloro de un niño. En la inmensidad de la dehesa inhóspita sonó como el lamento de un pobre ternerillo que hubiese perdido a la madre...

FIN


Una pareja de turistas americanos (de Denver, Colorado, para más inri) que pasaban unos días de asueto en tierras andaluzas, y que avistaron la posibilidad de deshacer el entuerto que la mala fortuna les había jugado con la esterilidad de la mujer, vieron en la desgracia acaecida la oportunidad para colmarse de gloria…, y así lo hicieron. Juan, el vaquero que rescató al bebé de aquel averno, hizo la vista gorda a cambio de unos duros que le vinieron muy bien para sustituir la vieja montura sobre la que cabalgaba por la dehesa. Los inesperados padres pensaron poner a la criatura un nombre español, pero no quisieron levantar sospechas allá en Denver y convinieron en que John (Juan en inglés) sería más que suficiente para recordar semejante experiencia.
Resta contar que Juan, el vaquero, era el bisabuelo de Camargo Rain.

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