Thomas Pynchon con Camargo Rain |
Esto
que les voy a contar ocurrió hace algunos meses (sobre 2014) en un pequeño
pueblo del sur de España. Si es ciencia o ficción... juzguen ustedes mismos.
En
un lugar del sur de España, de cuyo nombre intento acordarme, sin conseguirlo,
tuvo lugar un encontronazo entre dos pesos pesados de la literatura, uno de
ellos consagrado, el otro ateo. El señor Pynchon, de incógnito, como de
costumbre, a orillas de uno de los ríos que riegan el campo andaluz, se
entretenía tirando piedras al agua, observando el movimiento ondulado que
aquellas provocaban al impactar con el torrente y adivinando las leyes físicas
que hacían posible el fenómeno. Camargo Rain, novelista, fotógrafo y marciano
(o mercuriano, que para el caso es lo mismo), quiso imortalizar el momento, ataviado
con su inseparable cámara de fotos, encuadrando en la misma instantánea al
hombre y a la naturaleza de la que se había rodeado. El señor Pynchon, a la
sazón americano, improvisó unas palabras en un español muy rudimentario:
–¿Qué
hace usted con esa máquina?
–¡Fotos!
¿No lo ve? Se trata de una máquina totalmente inofensiva. ¡Tóquela y verá! –y le acercó el artilugio al americano.
–¡Usted
no sabe quién soy yo! –sentenció
Thomas Pynchon, encolerizado.
–No
tengo el gusto, pero nada que no lo arreglen unas buenas cervezas a la orilla
de este o cualquier otro río.
–Yo
soy un escritor de éxito mundial. Me conocen en todos los rincones del orbe,
pero nadie sabe cómo soy realmente. Solo existen unas cuantas fotos circulando
por Internet de cuando aún no era famoso. Por cierto, hay una en la que visto
de marinero, de la que he tenido que soportar todo un compendio de burlas y
sandeces, que llevo aquí mismo, en la cartera... ¿Quiere usted verla?
–¡Venga
esa foto! –contestó Camargo Rain, augurando una buena historia que contar en
sus libros.
Tras
los intercambios de fotos y otros recuerdos, Camargo Rain mostró la nevera
portátil que lleva siempre consigo y extrajo de ella unas cervezas bien frías.
–¿Es
tostada? –preguntó
Pynchon.
–Por
supuesto –contestó
Rain.
–Como
le decía –continuó
Pynchon después de acometer su primer trago–, he escrito más de ocho novelas
desde los años sesenta hasta hoy. Algunas de ellas muy largas.
–No
le veo el mérito. Yo llevo más de dos docenas en unos veinticinco años –dejó
caer Camargo Rain a su manera campechana, como sin darle importancia.
–¡Oiga
usted! ¡La mitad de ellas rondan las 1000 páginas! Supere eso.
–Yo
tengo algunas de entre 800 y 1000 páginas también.
–¿Y
entiende la gente sus novelas? –preguntó Pynchon.
–Hombre...
Las leen, eso sí. Entenderlas... no sabría decirle. No se asuste, las novelas
son de aventuras. No tratan de nada trascendental. Mucha gente me dice que se
partieron la caja leyéndolas... Perdone, es posible que no haya entendido usted
esto último. Es un phrasal verbs, como dicen ustedes. Lo que quería
decir es que la gente lo pasa muy bien leyendo mis libros. Me hacen buenas
críticas.
–¿Tiene
alguno traducido al inglés, para echarle un vistazo?
–¡Que
va! Ni siquiera los he publicado. Ahora estoy dándole vueltas a la idea de
sacarlos del disco duro..., porque yo escribo a ordenador, para más detalle. Es
para darlos a conocer al mundo y que no mueran conmigo.
–No
tiene usted mala salud, por lo que aparenta –comentó Pynchon.
–Gracias,
amigo.
–Mis
críticos, porque los tengo y muy buenos, dicen que soy uno de los escritores
más cultos del panorama americano, y tal vez mundial. En mis libros hago hablar
incluso a los animales.
–¡Anda!
Yo también lo hago. Márquese un ejemplo –le pidió Camargo Rain al señor
Pynchon.
–Es
un poco largo, pero ahí va. Tenga usted en cuenta que estoy tirando de
memoria... ¡No, espere! Casualmente tengo por aquí un ejemplar de uno de ellos,
Mason y Dixon. Ahí va:
–¡Eh! Les conozco a
ustedes dos, son los que tienen esos extraños aparatos y zarpan en el Seahorse.
Pues bien, están de suerte, pues aquí todos somos caballitos de mar. Yo soy
Bodine Panza de Andullo, capitán de la cofa de trinquete, y éstos son mis
compañeros. –Todos
prorrumpen en vítores–.
Pero pueden llamarme Andullo. Bueno, nuestro plan consiste en secuestrar a este
bicho, y a ustedes, caballeros, les corresponde ocultarlo entre su bien
vigilado cargamento, fuera de la vista del sargento de marina, hasta que
arribemos a una isla adecuada.
–¿Isla?…
¿Secuestrar?… –Mason
y Dixon están un poco aturdidos.
–He viajado en más de
una ocasión a las Indias, y hay allá un millón de islas, cada una más
prometedora que la anterior, y les digo que un puñado de marineros listos y
este perro hablador, sí, que tendría divertidos a los salvajes… Vamos, seríamos
unos reyes.
–¡Que vivan los
reyes! –exclaman
varios marineros.
–¡Sí, y que vivan
también las mulatas!
–¡Y la cerveza de
coco!
–Un momento –les previene Mason–. He oído decir que
allí se comen a los perros.
–Los envuelven en
hojas de palmera –añade
Dixon con toda seriedad–
y los asan en la playa.
–En cuanto os deis la
vuelta, este perro se convertirá en el almuerzo de algún salvaje –les advierte Mason.
–¡Guuuuuuuau! ¿Me
disculpan? –dice
el perro sabio–.
Puesto que parezco ser aquí el tema del que se discute, me siento impulsado a
hacer una observación.
–Está bien, perrito –le dice Bodine
haciendo vagos ademanes de acariciarlo–. Confía en nosotros, vas a pasártelo
de miedo…
Un
pequeño y ruidoso grupo de petimetres, dandis o señoritingos, es difícil distinguir
con exactitud lo que son, suben por la calle hasta hacerse audibles. Tras los
cristales de varias ventanas surgen llamas de velas que empiezan a oscilar. Los
mozos de cuadra dan vueltas, malhumorados, sobre los sacos de forraje que les
sirven de almohada y de cama. Rateros ociosos se acercan un momento para tratar
de averiguar qué ocurre.
El
perro empuja la pierna de Mason con la cabeza.
–Puede que no
tengamos otra oportunidad de charlar, ni siquiera durante nuestra huida. Hay
algo que debo saber –susurra
Mason con la voz enronquecida y el tono de un amante atormentado por las dudas–. ¿Tienes alma, es
decir, eres un espíritu humano reencarnado en un perro?
El
perro sabio parpadea, se estremece y asiente con resignación.
–No eres el primero
que me hace esa pregunta. Los viajeros que regresan de las islas japonesas
cuentan de ciertos acertijos religiosos conocidos como koan, y tal vez el más
famoso de todos ellos concierne a tu pregunta: si un perro posee la naturaleza
del divino Buda. Una respuesta que daba un maestro muy sabio era: ¡Mu!
–Mu –repite Mason,
pensativo.
–Es necesario que
quien pregunta medite en el koan hasta llegar a un estado de insania sagrada, y
te recomendaría que lo hicieras así. Pero, por favor, no acudas al perro sabio
inglés si lo que buscas es consuelo religioso. Puede que sea preternatural,
pero no soy sobrenatural. Estamos en la Era de la Razón, ¿no es cierto? Siempre
hay una explicación a mano, y no existe ningún perro hablador. Los perros
habladores pertenecen a la categoría de los dragones y los unicornios. Pero sí
existen, sin embargo, estrategias para sobrevivir en un mundo menos fantástico.
»Me
explicaré: En el pasado, el hombre mantenía a los perros tan sólo para
alimentarse. Al notar que, entre los hombres, ningún delito era tan aborrecible
como comer la carne de otro ser humano, el perro aprendió enseguida a actuar de
la manera más humana posible, y a transmitir esta habilidad de padres a
cachorros. Por eso sabemos cómo haceros sentir a vosotros, los hombres, día a
día, suficiente misericordia para que nos permitáis vivir un día más. De todos
modos, por grande que sea ese logro, nuestra vida nunca está del todo libre de
peligro, somos como Scherezades que menean el rabo, siempre a un paso de la
temida hoja de palmera, deteniendo cada noche los cuchillos de nuestros amos al
contarles relatos acerca de su humanidad. No soy más que una expresión extrema
de ese proceso…
–Vamos, perro
en hoja de palmera…, qué tontería –comenta uno de los señoritingos–. Eres demasiado
sensible, perro, en serio. ¿En hoja de palma, dices? Los humanos civilizados
tienen cosas mejores que hacer que ir por ahí babeando por un perro
en hoja de palmera o lo que sea, ¿no es cierto, Algernon?
El
terrier ladea la cabeza, un tanto irritado.
–¿No podrías dejar de
decir eso? –le
pregunta–.
Yo no digo cosas como lechuguino a la italiana ni fricasée
de petimetre…
–¿Cómo te atreves,
pedazo de bestia?
–¡Guau! Y el uso
deliberado del término babeando, señor, es repugnante.
El
señoritingo se lleva la mano a la espada.
—Tal
vez podamos resolver esto aquí mismo, señor.
—Estás
hablando con un perro, Derek.
—Aunque
vuestra arma me deja en cierta desventaja —señala el perro—, para ser justo
debería mencionar que últimamente siento cierta aversión al agua, lo cual, como
sabéis, señala el comienzo de la hidrofobia. ¡Sí! La Gran H. Y si lograra
esquivar vuestra hoja y daros una pocas dentelladas juguetonas que os rasgaran
ese viejo pellejo, bueno, no tardaríais en tener lo mismo que yo, ¿qué os
parece?
De
inmediato se crea alrededor del perro un vacío, un círculo de un radio
aproximado de una braza, cuya forma notablemente regular recordarían más
adelante los astrónomos.
–¡Perrito guapo!
–Toma, mi última
torta azucarada, me la mandó mi mamá. Toda para ti.
–¿Qué opináis?
Apuesto dos contra uno a que la sangre del petimetre será la primera en brotar.
–Es justo –dice Bodine de
Andullo–.
Yo apuesto por el perro. ¿Alguien más?
–¿No deberíamos
avisar a los propietarios? –sugiere
el señor Dixon.
El
perro ha empezado a pasear de un lado a otro.
–Soy un perro
británico, señor. Nadie me posee.
–¡Me
ha gustado señor Pynchon! ¿Quiere usted otra birra? –y le acercó una cerveza,
tostada–. Es mi turno. Por pura casualidad, yo también tengo aquí una de mis
novelas, la primera que escribí, que se titula Viaje al verano. ¿Quiere
usted que le lea un fragmento?
–¡Adelante,
no se demore!
Érase una vez una
gran tribu de hormigas, o mejor dicho, érase una vez un hormiguero, que es
mucho más que una gran tribu de hormigas. El tal hormiguero, como es lógico,
estaba formado por hormigas, y éstas, a su vez, pasaban por seres responsables,
por lo menos ante ellas mismas. O si no responsables, sí medianamente sensatas,
como se va a ver.
–Hay que ver –decía
el ciudadano hormiga número de carnet 13.675.552–, hay que ver qué cosas
suceden. Ayer mismo me dijo el jefe (y bla bla bla).
Esto de que las
hormigas tengan jefes puede que no le cuadre bien a todo el mundo, pero es así:
los tienen; y esclavos; es decir, que la pirámide continúa por arriba y por
abajo.
–Pues sí, hombre,
no... –insistía el ciudadano hormiga número 13.675.552 como si hubiera dicho
algo importantísimo, y se quedaba pensándolo medio azorado.
El ciudadano hormiga
número 13.521.632, que era quien le escuchaba, asentía.
–Descarado... –decía
gravemente, y se atusaba una antena.
(Lo que quería decir
es que, descaradamente, las cosas eran de aquella manera; no es que calificara
de semejante modo a su interlocutor).
–Pues sí, hombre,
no... –volvía a decir el ciudadano número 13.675.552, y así hasta el infinito.
Tampoco es que
hubiera mucho más que hacer. En las oficinas, ya se sabe.
En esto entraba el
jefe –que era alto y desgarbado, con aquellas alas medio tronchadas– a darles
trabajo, y preguntaba,
–Martiga, oiga usted,
¿no estará por ahí el expediente número 66.823.464? Mire usted a ver, por
favor, que esto es muy importante –y daba golpecitos con la cuarta patita.
El ciudadano hormiga
número 13.675.552 (Martiga) iba al archivador observado por Ferniga (este es el
otro funcionario hormiga) y abría con gran estruendo. De la pared se
desprendían partículas de arena, algo así como cantos rodados.
–Así no se puede
trabajar –decía Ferniga resoplando por las branquias–. Tenga cuidado, hormiga,
que va a haber que llamar a la brigada de revocatrices. ¡Ujummm, ujummm...!
Al fin Martiga pudo
encontrar el dichoso expediente.
–A ver, a ver... –el
jefe estaba interesadísimo y le echó garra inmediatamente.
Empezó a leerlo con
uno de sus cincuenta mil ojos, pero como era corto de vista tenía que cambiar
todo el rato de ojo. Ferniga le miraba disimuladamente.
–(A ver si de una vez
te compras cincuenta mil gafas) –pensaba de muy mala uva, y movía la segunda
patita emborronando un enorme y alisado con uñas y dientes trozo de paja de
centeno, que era el papel que usaban por entonces.
Ferniga estaba
encantado de su letra. Incluso a veces dibujaba los carteles anunciando las
ventas que, bajo cuerda, se hacían en el Ministerio; ventas de ropa, camisas,
pantalones, chaquetas, en general a mitad de precio, que tenían lugar los
miércoles por la mañana. Aquella clase de transacciones, tan poco apropiadas
para su calidad de burocrátiga, tenía sus ventajas, bien mirado, porque las
organizaba la jefa de sección, que se llamaba Beatriga, y según Ferniga estaba
de bastante buen ver. Como no se prodigaba mucho (más bien solía parar en la
cafetería de la cuarta planta), las tales reuniones eran unas ocasiones
magníficas para palear. Bueno, para palear, cambiar un poco de ocupación y
decir tres o cuatro tonterías de las habituales.
–Pues sí, hombre,
no... –volvió a decir Martiga, exhalando una considerable porción de ácido
fórmico en un formidable bostezo.
Inmediatamente sonó
un zumbido conocido por todos: las hormigas de la puerta hacían vibrar sus
antenas. Los dos burocrátigas, o sea, Martiga y Ferniga, se pusieron en pie
sobre las patas traseras y recogieron sus pertenencias.
–Otra jornada más
–dijo Martiga–. ¿Irá usted a las carreras?
Ferniga lo pensó.
–Me temo que no
–repuso–. Hoy ya estoy bastante cansado, y esas interminables filas...
En la ciudad de las
hormigas se podía hacer méritos tras el trabajo colocándose en la fila que iba
a los almacenes, siguiéndola hasta la fuente de alimentos...
(Corrían rumores
sobre un descubrimiento nuevo y, por lo que decían, trascendental, un azucarero
a unas trescientas yárdigas, lo cual, después de todo, era una nimiedad,
salvando el hecho de que había que escalar tres pisos repletos de objetos
fantásticos y nada comestibles; que de las trescientas yárdigas más de la mitad
eran por un tubo de plomo, aunque seco –¡qué molestias daba aquello del
plomo!–, y que en el último tramo había indicios de guerra química.)
... y volviendo con
unos cuantos granos que se dejaban en el montón comunitario. Luego se hacía una
derrama, y a fin de lúniga te podían tocar un par de granos que a veces eran de
mijo, a veces de cebada, y a veces, aunque pocas veces, de triga. La Reina era
generosa con sus vasallos...
Y a propósito de la
Reina: uno de los rumores más extendidos en las inacabables filas durante
aquellos tiempos, alimentaba la especie de que había salido completamente
andromaníaca; comehombres, decían otros con escaso respeto.
–Pues que no nos pase
nada... ¡Superpoblación!
–Sí, lo que nos
faltaba.
–Creo que está
mandando construir nuevas ciudades más al sur, en la zona prohibida, cerca de
los avisperos.
–O sea, más
trabajo...
–Sí, y menos comida,
no se le olvide a usted.
Otro de los rumores
que corrían, éste bastante más alarmante, era el que se refería a la Maldición
Rosa.
–Por San Hormigón,
¡no nombre usted al diablo...!
–Perdón, señora, no
sabía que estaba usted escuchando.
–¿Que yo estaba
escuchando...? ¿Habráse visto...? Pero ¿no se da cuenta de que hay niños...?
–¡Espléndido!
–vociferó Thomas Pynchon agitado, no sabemos si por lo escuchado o por la
cerveza engullida–. Tiene usted madera de escritor. Si señor. ¿Sabe a quién me
recuerda?
–Dígamelo
–respondió Camargo Rain.
–Me
recuerda a Don Quijote de la Mancha.
–Pero,
¿lo ha leído usted?
–Por
supuesto. Warlock de Oakley Hall y El Quijote de Cervantes son
dos obras que todo juntaletras que quiera llegar a escribir tiene que leer
–dijo Pynchon apurando el último trago de su cuarta botella de cerveza tostada.
–Hábleme
de sus hijos.
–Soy
muy celoso de mi vida privada. Uno no sabe en qué momento o lugar puede haber
alguien escuchando, tomando nota de todo lo que diga, para usarlo en mi contra,
para finiquitarme. Ándese usted con mucho cuidado, que hay conspiraciones en
cada esquina.
–Me
refería a sus libros. ¿Qué nombre les puso?
–Ah,
eso... Bien. Pues al primero lo llamé V...
–Andaba
usted parco en palabras, en el comienzo...
–Ja
ja. No, es algo simbólico. Aún hoy me pregunto qué demonios quise decir con
aquello. ¿Es la entrepierna de una mujer, una isla desierta, la verdad oculta?
Después vinieron otras como El arco iris de gravedad, Vineland, Mason
y Dixon, Contraluz, Vicio propio y Al límite. Estas
dos últimas son más cortas que las anteriores y más fáciles de digerir. Me
achacaban ser un escritor muy oscuro y difícil de leer por la cantidad de
acontecimientos y personajes que salen en mis novelas. Publiqué estas para
hacerlo más digerible, y los pynchonianos se han rebelado diciendo que quieren
recuperar al viejo Pynchon, a aquel al que tienen que leer con lápiz y papel
para tomar notas. Y es que uno no sabe muy bien cómo hacerlo para acertar...
–Dígamelo
a mí. En fin, ¿hace otra birra?
–Eso
ni se pregunta –contestó Thomas Pynchon agarrando el cuello de la botella a
modo de cigarro...
¿(Continuará...)?
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