En breve aparecerá en el mercado (en Amazon) una nueva
novela histórica. Se llama Ojos azules, y no trata de una época, sino de
muchas épocas. Por sus más de cuatrocientas páginas desfilan hombres de la edad
de la piedra, nómadas, agricultores, sumerios, fenicios, romanos, cruzados...,
y todos narrando sus particulares peripecias. Lo que les une es eso de los
ojos azules, puesto que todos son descendientes (algunos muy lejanos) de
los anteriores. ¿No han oído hablar ustedes de las leyes de Mendel?
Pero hay más, que iré explicando por aquí. De momento, y
para que los lectores juzguen, pongo un trozo (tres páginas) de uno de los
capítulos. En él se habla de un bárbaro (un suevo), que vivió una
inesperada aventura cuando en una cordillera intentaba encontrar un camino para
que su tribu, que viajaba con carros y rebaños, pudiera atravesarla.
Este texto dice así:
EN
EL SIGLO V
BÁRBAROS ATRAVESANDO UNA
CORDILLERA
EL
CAMINO HACIA PONIENTE
[...]
Mucho antes de que despunte el alba el germano se levanta silencioso.
Ella duerme rendida y envuelta en el cobertor, y él agradece a los manes del
bosque que le hayan conducido por semejante camino. Deja con sigilo el refugio
y los perros se arriman a sus piernas sin hacer ruido. Avanzan juntos
por el bosque y él piensa, amigos míos, ha llegado la hora de que demostréis
las habilidades heredadas. Es de noche, pero eso poco importa para vuestro
olfato, sentido con el que sin duda descubriréis lo que me interesa, carne
fresca, de la que tan necesitados están los habitantes de este lugar. Sí,
compañeros de andanzas, vamos en busca del alimento, que vuestros colmillos o
mi espada conseguirán, y luego, cumplidas las labores que aquí nos retuvieron,
reanudaremos la persecución del sol poniente. Ahora, ¡adelante...!
Los perros, de
los que unos son perdigueros y otros mezclados, se aplican en su oficio y en
seguida descubren entrecruzados rastros que concuerdan con las indicaciones de
su amo, que intuyen como si hubieran tenido oportunidad de escucharlas.
Allí es, dicen algunos; no, allí, dice otro, y
todos coinciden en seguir el rastro invisible que ha sido trazado escasos
momentos antes. Sus sonidos están muy lejos de formar una algarabía, pues
sólo pueden escucharse leves bufidos, y aunque al principio se comportan
inquisitivos, pronto comienzan las calladas carreras.
Uno de los mayores corre de improviso hacia allá, lo
que sólo se advierte por el oído, y otro se separa un momento del grupo y luego
retorna. Después es un tercero el que sigilosamente
se aleja hacia la oscura sombra
que forma un grupo de árboles, y la rodea y tras ella desaparece. Los demás le
siguen abriéndose en abanico. Una luna incierta ilumina de
pronto los calveros del bosque, y bajo su cambiante luz vemos cómo comienza la
galopada mientras el germano corre tras ellos...
Luego todo sucede muy deprisa, y entre desesperados mugidos
y el mayor de los estrépitos los perros se arrojan contra la invisible presa, a
la que han acorralado junto a un grupo de piedras. Sin embargo, el caballero
llega a tiempo e irrumpe en el escenario de la matanza dando terribles gritos,
y a patadas detiene a los perros y les arranca de las fauces la huérfana presa
que se aprestan a yugular. Un cervatillo yace desnucado y agonizante en el suelo,
y otro es arrancado a viva fuerza de las mandíbulas de sus captores. La cierva,
igualmente malherida, brama desesperada al cielo junto a las peñas que le han
impedido escapar, pero enorme es su sorpresa cuando una imponente figura se
interpone entre ella y los enfurecidos canes, y tras empujar al tembloroso
cervatillo, a gritos ahuyenta a los rabiosos verdugos. La madre, que impotente
se ha visto para defenderse de tan feroces animales, al ver el campo libre
escapa como alma que lleva el diablo, y se aleja rauda, aunque cojeante, con el
vástago que le queda.
El cazador, entonces, vuelve junto a los perros, que pelean
entre ellos y a regañadientes se mantienen apartados del coceante y moribundo
animal, y tras obligarlos a alejarse con voces que sólo ellos reconocen, lo
remata con el cuchillo y lo carga
sobre los hombros.
De tal manera emprende el regreso, exiguo regreso, pues la
distancia no ha sido mucha, y al llegar ante la choza deposita en el suelo el
animal que porta, que muerto y sangrante es su ofrenda.
En silencio toma por el ronzal al caballo, y sobre su lomo
arroja las alforjas y la liviana silla que le colocará más adelante, y tras
observar por última vez la choza y los alrededores, lugar que seguramente nunca
volverá a ver, inicia la caminata que le restituirá junto a su gente.
Luego, cuando ha caminado unos pasos y alcanza el límite del
claro, un ruido le sobresalta y le hace detenerse momentáneamente Es el llanto
de Bubú, que se ha despertado porque comienza a clarear.
El germano, con una chispa brillante en los ojos azules, recuerda
fugazmente aquellos días afortunados y que nunca imaginó poder vivir..., pero
nada le puede detener, y tras un chasquido de la boca al que los perros
obedecen remolonamente, prosigue el camino que le conducirá lejos.
Más tarde, cuando ya ha amanecido y el caballero ha
encontrado la senda que le llevó hasta allí y la recorre de vuelta, un grito
agudo y lejano se cierne de improviso bajo el arco de los cielos. Es una voz
humana en la que se escucha el dolor, un interminable lamento que se extiende
de confín a confín. Él caballero detiene su camino y contempla lo que dejó
atrás.
–¡Ada, Ada...! –dice pensativo, y en el rostro de los perros
lee la congoja, pues ellos comprenden lo que durante aquellos días sucedió...,
pero como ya se dijo, no hay lugar para la nostalgia, y al mismo tiempo que se
apagan los ecos de la espectral voz y el silencio del monte renace, tras un
nuevo y expresivo sonido de los labios el grupo se pone una vez más en
marcha.
[...]
Seguiré informando sobre este asunto, porque dentro de poco se podrá descargar gratis, pero de momento podéis
MIRAR AQUÍ.
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